La Iglesia del futuro será una Iglesia en la que no manden los curas. Una Iglesia mucho más parecida a la de los primeros cristianos, donde los protagonistas eran los laicos. Pero eso será solo si la propia Iglesia comprende bien el objetivo al que quiere llegar y los medios para lograrlo. Uno de estos medios, desde que nació hace casi un siglo, es el Opus Dei, al que recientemente el Papa ha impuesto determinados cambios. El alcance de esos cambios y si favorecerán o retrasarán el camino hacia esa Iglesia en la que los curas no manden, es algo que espero poderles explicar ahora.
Soy Santiago Mata, les hablo en el canal Centroeuropa y voy a presentarles cómo el futuro de la Iglesia depende de que se deje participar en ella plenamente a los laicos, pero al mismo tiempo se les pueda prestar el auxilio sacerdotal que necesitan.
Seguramente han oído comparar al Reino de Dios, la Iglesia, con un banquete. En un banquete hay dos elementos esenciales: el público, es decir los comensales, y los cocineros. Puede haber otros elementos, como los camareros u otras personas que colocan las mesas, sirven la comida, y recogen al final, o el coro, o una orquesta. Pero lo esencial son los primeros grupos. Puede haber un banquete sin coro, sin orquesta, incluso sin camareros, pero si nadie viene a comer o nadie hace comida, no habrá banquete.
Del mismo modo, la Iglesia es un banquete organizado por Dios al que acude un pueblo, cuyos miembros somos los fieles, y dentro de los asistentes están también, porque también cenan, los cocineros. La Iglesia siempre ha sido así, siempre ha sido como Dios la ha querido, pero no siempre los hombres hemos entendido bien cómo funciona. Así, durante mucho tiempo, se ha considerado que la mayoría de los fieles, esos a los que se llama laicos porque no parecen tener una misión especial, tienen que limitarse a comer: son meros espectadores, tienen que comportarse bien, seguir las reglas de etiqueta, pero no son fundamentales para que el banquete tenga éxito.
Lo esencial, según se piensa habitualmente, son los cocineros, y los comensales solo deben, por así decirlo, dejarse llevar. Incluso se ha dado más importancia a la presencia de sirvientes como los camareros, o animadores como el coro o la orquesta, de modo que, cuando algún asistente muestra deseo de colaborar se le dirige hacia esas agrupaciones que en la Iglesia podemos comparar con las órdenes religiosas o movimientos que tienen vocación de servicio, bien sea activo o a través del retiro y la contemplación, como una forma de contribuir al éxito del banquete pero que no es la esencia del banquete.
Pues bien, al principio no era así y esa pasividad de los laicos no es lo que Dios quiere para su banquete. En realidad, en la Iglesia los laicos tienen la misión insustituible de aportar la comida que luego será cocinada por los cocineros, que podemos asemejar a lo que en la Iglesia son los sacerdotes, es decir, el clero, la jerarquía eclesiástica. Conforme más se ha despertado la conciencia del papel insustituible de los laicos en la Iglesia, ha sido también necesario repensar el papel de la jerarquía, de los sacerdotes: ¿pasaría algo si los laicos quisieran también encargarse de cocinar? ¿O pasa algo si los cocineros prefieren dedicarse a tocar en la orquesta y descuidan la cocina? ¿Cómo deben ser estas relaciones?
Como he dicho, desde el siglo XX el Opus Dei vino a recordar lo que se vivía en la Iglesia primitiva: que los laicos son los encargados de llevar el mundo a Dios, y que en esa tarea esencia de la Iglesia son asistidos por los sacerdotes, y no al revés. Es decir, que sin ellos no hay banquete, porque lo que comemos, es ese pan que ellos han recolectado con su trabajo, con su esfuerzo, con su sacrificio. Después, ese fruto del trabajo deberá ser unido al sacrificio de Cristo y de esa forma adquiere el poder de cambiar las vidas y unirnos a Dios. En esa misión sacrificial que santifica el trabajo de los cristianos uniéndolo al de Cristo, es donde aparecen esos cocineros, los sacerdotes, que hacen presente a Cristo santificador del mundo a través de los cristianos.
Pues bien, esta doctrina, que siempre fue una realidad viva en la Iglesia, pero se había ido olvidando o arrinconando, volvió a expresarse en el Concilio Vaticano II que proclamó la llamada universal a la santidad de todos los cristianos y el papel fundamental de los laicos como auténticos protagonistas de la santificación del mundo y no meros cooperadores, si con esa palabra se había de entender que su papel era secundario. Para recalcar este protagonismo, se optó, al hablar de cooperación, evitando un léxico subordinativo, describirla como algo semejante a la forma como se coordinan los órganos en un ser vivo, y llamarla cooperación orgánica.
Volviendo al símil del banquete, tradicionalmente se reservaban a la jerarquía eclesiástica, a los obispos y sacerdotes, tres misiones sagradas fundamentales, llamadas en latín tria munera, que eran las de enseñar, gobernar y santificar al pueblo. Como he dicho, muchas veces se entendían, como si la Iglesia fuera un restaurante donde todo está hecho de antemano y tú solo puedes mirar el menú y hacer pequeñas elecciones.
Pero hoy sabemos que las cosas no son así. Por supuesto, hay un marco esencial que la jerarquía tiene como misión identificar y proteger. Pero, por ejemplo, en cuanto a enseñar la fe y evangelizar, es evidente que los protagonistas en la Iglesia de los comienzos y en otras muchas ocasiones, son los laicos. Todos o al menos muchos podemos decir que hemos aprendido la fe de nuestros padres, que por supuesto no eran sacerdotes. Hoy día la mayor parte de los profesores de religión, catequistas, y en general quienes llevan a los hombres a Dios son laicos, y pueden por supuesto enseñar religión, siempre dentro del marco de lo que hemos aprendido en el Catecismo de la Iglesia católica.
Lo mismo puede decirse de la misión de gobernar. Es decir, que habrá unas líneas fundamentales que deba supervisar la Jerarquía, pero muchos aspectos ejecutivos de la vida de la Iglesia y sobre todo de la vida cristiana personal son competencia de cada persona: los laicos no somos marionetas, somos seres libres, y no solo debemos dirigir nuestras vidas sino que podemos y debemos aconsejar a nuestros familiares y amigos, y no porque nos dén órdenes los sacerdotes.
¿Qué nos queda como misión propia de la jerarquía? La cocina. La misión de santificar está esencialmente vinculada a la acción de Cristo como redentor, a su muerte en la Cruz y su resurrección, al perdón de los pecados y la comunión con su cuerpo y su sangre que hacen eficaz su sacrificio para cada una de las personas y en las circunstancias de su vida. La Iglesia es ante todo el banquete donde nuestras propias vidas, deseos, ilusiones, afectos, trabajo, amistad y amor, son cocinadas, es decir, unidas al amor de Cristo en su sacrificio eterno. Si no los traemos los laicos, el sacrificio de Cristo queda inútil, no se transmite su gracia al mundo y este no se acerca a Dios, si los sacerdotes no derraman sobre nuestras vidas el efecto santificador de la muerte y resurrección de Cristo, nos hemos reunido inútilmente para celebrar un banquete con unos alimentos que, a falta de ser cocinados, no podremos digerir.
¿Comprendió la Iglesia esta forma de colaborar orgánicamente entre laicos y jerarquía en el Concilio Vaticano II? Sí y no. Sí, porque en sus documentos podemos encontrar estas ideas perfectamente expresadas. No, porque, al menos como se ha ido viendo con el tiempo, estas ideas o bien no estaban suficientemente claras o no fueron correctamente comprendidas.
La consecuencia de la ambigüedad fue, muchas veces, que ni los laicos ni los sacerdotes tenían clara su misión, y eso se manifestó en que se quisieron meter en el campo de los otros. Muchos sacerdotes dejaron de serlo porque se sentían atraídos por la vida laical, no les parecía suficiente misión la de ser cocineros y querían una labor aparentemente de mayor actividad y servicio como la de ser camareros, cantantes o músicos de la orquesta, o simplemente comensales activos que aportan pan para el banquete.
Por el contrario, a muchos laicos les ha entrado una especie de virus de imitación o copia del sacerdocio, pensando que si no hacen funciones sacerdotales no serán cristianos completos. De ahí, por ejemplo, el afán del sínodo alemán por convertir a las mujeres en sacerdotisas, conseguir que prediquen los laicos en el único momento sagrado en que solo debe predicar un sacerdote, como es la homilía de la misa o, sobre todo, por constituir comités que controlen y gobiernen la vida de la Iglesia en lugar de los obispos; y se lleven el dinero, claro.
Volvamos ahora al caso de Opus Dei. Las recientes actuaciones del Papa parece que le acusan de haber aprovechado la autonomía que tenía con la figura de la prelatura personal para buscarse sus propios cocineros y hacerse su propio menú, lo cual, siendo una institución cuyo fin es mostrar cómo deben ser santos los laicos, parecería una inmiscusión en las prerrogativas clericales, es decir, en esa misión que es propia de la jerarquía.
Puede decirse que, efectivamente, lo que el Papa Francisco quiere corregir son las inmiscusiones de los laicos en general en actividades propias de la jerarquía. Pero también puede decirse que el objeto de la corrección debían ser quienes efectivamente, han traspasado esas fronteras, como el citado caso del sínodo alemán, y no quienes no las traspasaban, como era el caso del Opus Dei.
Si la advertencia se entiende para el conjunto de la Iglesia, puede ser válida. En ese sentido, puede no ser del todo inútil que paguen justos por pecadores, si un aparente castigo impuesto a quienes cumplían bien su misión, sirve para advertir a quienes no la cumplían y preparar así un nuevo concilio, ese que podemos llamar Vaticano III, que explique y defina de forma suficientemente clara la grandeza de la misión de los laicos, pero también de los sacerdotes.
La advertencia, insisto, debe ir también para los sacerdotes, pues muchas veces si los laicos pretenden invadir espacios reservados a ellos como son los sacramentos, es porque o bien no hay suficientes sacerdotes o porque ellos mismos no aprecian su misión sacerdotal.
Para remarcar esta responsabilidad fundamental de los sacerdotes menciono aquí dos textos muy significativos. Uno es del jubileo sacerdotal de 1975, en el que el papa san Pablo VI señaló tres puntos esenciales del sacerdocio: uno es la vocación, otro la misión de servicio -en ambos puntos no se diferencian esencialmente del resto de fieles que también tenemos vocación y misión- y el tercero y fundamental es la acción sacramental. Dice: el orden (citando a Santo Tomás) comporta principalmente una potestad que trasciende las posibilidades humanas y sólo puede venir de Dios: «la potestad de consagrar, de ofrecer, de administrar el Cuerpo y la Sangre de Cristo, nuestro Salvador, y de perdonar o retener los pecados».
El otro texto es del difunto papa Benedicto XVI y lo escribió después de dimitir como Papa. Está en el artículo sobre el sacerdocio incluido en el capítulo cuarto de su libro póstumo titulado Qué es el cristianismo. En los párrafos que aquí cito puede verse cómo consideraba que la influencia de Lutero, que había vaciado de contenido el sacerdocio, convirtiéndolo en una mera presidencia del pueblo de Dios, siguió influyendo en el Concilio Vaticano II, donde no se definió con suficiente fuerza el poder de renovar sacramentalmente el sacrificio de Cristo como esencia del sacerdocio. Por eso opina Benedicto que se ha producido una “crisis permanente del sacerdocio en la Iglesia”. Él mismo reconoce haberse dejado llevar por aquella época, en una conferencia, de esa idea de que el sacerdote es ante todo alguien que medita la palabra y no que celebra el culto.
Esto nos pone en definitiva ante la realidad de que más que crisis del laicado, lo que tenemos hoy es una crisis del sacerdocio. El Papa no necesita parar los pies al Opus Dei para que no se meta en terreno clerical, ya que es una de las pocas instituciones que ha sabido mantener el equilibrio, es decir tener suficientes sacerdotes y a su vez que estos sean conscientes de que no mandan, sino que sirven a los laicos. Pero sí, hay otros grupos de laicos que ya no cooperan orgánicamente con la jerarquía, sino que van a su aire, y quizá esa advertencia un tanto exagerada que se ha hecho al Opus Dei, pueda servirles. Con tal de que sirva, sobre todo, si es que no se equivocaba Benedicto, a los sacerdotes y al conjunto de la jerarquía para que también comprendan que su misión no es simplemente mandar, ni siquiera solo enseñar, sino sobre todo santificar al conjunto de la Iglesia.
Y puesto que he hablado del Opus Dei porque las medidas que le ha impuesto el Papa Francisco han sido el detonante de esta reflexión, me parece de justicia añadir unas previsiones sobre su futuro. Me decía un buen amigo que no temía por la Iglesia, pero sí por el Opus Dei. Con esto, pienso que quería decir que Dios ha garantizado su protección sobre la Iglesia en general. Pero sobre las instituciones de la Iglesia, y en concreto sobre el carisma del Opus Dei, por supuesto que Dios quiere que dure y se desarrolle para siempre, de otro modo diríamos que Dios hace experimentos con la Iglesia. Pero entiendo que a lo que apuntaba este buen amigo es a que Dios nos envía gracias, carismas e instituciones, pero si nos empeñamos en rechazarlas, pueden desaparecer.
El Concilio Vaticano III puede llegar o no, la colaboración orgánica entre laicos y sacerdotes se puede explicar y vivir mucho mejor y redundará en bien de todos. Pero ese momento se puede retrasar indefinidamente si, en este caso, se dificulta su realización.
El Opus Dei seguirá siendo una prelatura, pues es lo que pide el Papa. Los laicos no serán miembros, lo cual de algún modo puede dificultar su colaboración orgánica con los sacerdotes que comparten su vocación y que eran sus iguales siendo, como eran hasta ahora conforme a sus estatutos, miembros de la prelatura. Ahora tendrá que ser, porque así lo impone el Papa, miembros de dos instituciones distintas: los sacerdotes en la prelatura y en la sociedad sacerdotal de la Santa Cruz, y los laicos en una asociación de fieles vinculada a la prelatura.
La ventaja de esta asociación es que estará gobernada por laicos y en ella quedará claro que los curas no mandan en el Opus Dei, y se transmitirá mejor el mensaje de que no deben mandar, en el sentido equívoco tradicional, en la Iglesia.
Pero si se obstaculiza el servicio que les deben prestar los sacerdotes de la Prelatura y de la sociedad sacerdotal, que seguirán compartiendo la misma vocación de los laicos, si como digo se obstaculiza alegando que ahora que se les impone más claramente la autoridad de la jerarquía -entendida ahora de forma uniforme como la del Papa y obispos diocesanos-, si se impone como digo esta autoridad alegando que se les necesita para otras tareas… se habrá vuelto a incurrir en el clericalismo de creer que en la Iglesia la misión de la jerarquía es mandar, y se dañará quizá irremediablemente a esa auténtica misión a la que me he referido, la de santificar.
Entonces, sí, podrá olvidarse de nuevo el papel primordial que compete a los laicos en la Iglesia y, desde luego, no solo el carisma sino la propia vivencia práctica de ese carisma en el Opus Dei podrían desaparecer. Esperando que suceda lo contrario, les recuerdo que pueden suscribirse al canal, así como clicar la campanilla si quieren recibir aviso cuando suba un nuevo vídeo, y por supuesto enviarme sus comentarios sobre este vídeo y sobre otros temas que quieran que tratemos en este canal Centroeuropa. Gracias y hasta pronto.
Me da la impresión que lo jurídico quiere mandar sobre la vida. El Vaticano Il dió a lo laicos la conciencia de su vocación bautismal y de su misión en la vida secular. Hasta entonces los laicos estuvimos en un limbo. La secularidad como nota específica de los laicos que viven en familias, elevadas a un nivel sacramental, lograron una riqueza que no debe diluirse
en discusiones bizantinas excesivamente clericales.