Lo que aprendí de Luka Brajnovic y de Carrillo Del primero aprendí qué difícil es perdonar, del segundo que una mentira repetida mil veces no se convierte en verdad, pero hace más difícil decir la verdad


Viendo un vídeo sobre el profesor Luka Brajnović (léase Bráinovich), me parece que falta entre los comentarios algo sobre lo que tuve experiencia directa. La sensación que, me parece, se tiene al ver el vídeo, y que en cierto modo se tenía al hablar con don Luka era la de que se trataba de un hombre «bueno por naturaleza», un pedazo de pan, incapaz de matar una mosca. Si, como dice alguien en el vídeo, nunca habló mal de nadie, debía ser algo natural, como que no le costaba. Y qué mérito tendría eso.

Tuve largas conversaciones con don Luka -seguramente cada semana- entre 1991 y 1993, mientras edité un boletín de Noticias de Croacia. Él había renunciado entonces a escribir la columna que tenía en Diario de Navarra. Me dijo -aunque no recuerdo sus palabras, es la idea- que dejó de hacerlo porque quienes podían evitar la guerra contra Croacia no querían hacerlo, a pesar de que sabían lo que pasaba. En esas condiciones, no tenía sentido insistir. Estaba desanimado, pero no del todo resignado; la prueba es que a mí sí que me animaba a escribir y difundir esas noticias. Además, finalmente conseguí que volviera a escribir, en concreto un serial sobre la historia de su patria, en nuestro boletín.

A lo que voy, en relación al vídeo: no es estrictamente cierto que don Luka nunca hablara mal de nadie, aunque sí lo es en el sentido coloquial de no calumniar. Lo que no hacía nunca don Luka era mentir, y siempre decía la verdad, en la medida en que la conocía. Pero no era un iluso: tenía ideas, bien fundamentadas en experiencias, y sin faltar al debido respeto a las personas, decía lo que debía sobre las personas a las que sabía responsables de crímenes. No se mordía la lengua y no se fiaba de quien había dado muestras sobradas de no ser de fiar. Pienso que se me entiende y no quisiera precisar más, lo que quiero es dejar claro que no vivía en las nubes ni miraba para otro lado o pasaba por encima de lo que hace que ciertas personas o instituciones no merezcan la honra que pretenden darse. No se dejaba engañar, no era un buenazo en ese sentido.

Como en ese vídeo se resalta la humildad de don Luka, yo también diré algo al respecto, que entonces no percibí, por ser demasiado joven. Don Luka siempre me escuchaba y nunca me regañó, ni tuve sensación de que me contradijera. Todo lo más me hacía algunas apreciaciones con tal delicadeza que yo seguramente les daba poca importancia. Por el interés con que escuchaba, tuve -y en esto coincido con el vídeo- la sensación de que aprendía de lo que yo le contaba, o que en todo caso le resultaba novedoso, atractivo y valioso.

Con el tiempo he caído en la cuenta de hasta qué punto eso que sucedía con naturalidad era extraordinario. Que alguien oiga a un joven hablando de cosas que el oyente conoce mucho mejor, tiene mérito. Y que no le corrija, o lo haga de forma imperceptible, es aún más difícil y meritorio. Con el tiempo me da hasta vergüenza recordarlo, pero así fue, y no voy a dar más vueltas porque me alejo del tema.

Mi descubrimiento principal tuvo lugar al leer las memorias de don Luka, que se publicaron el mismo año de su muerte. Entonces descubrí cuánto había sufrido en la guerra que vivió en propia carne, la segunda guerra mundial. La matanza de los pasajeros del tren en que viajaba, su propia condena a muerte y salvación en el último momento, el asesinato de uno de sus hermanos -soldado- mientras dormía, y de otro -sacerdote- en condiciones martiriales, que la dictadura comunista le separara forzosamente de su mujer e hija… Sólo entonces me di cuenta de hasta qué punto habría tenido que verse don Luka tentado a odiar a sus enemigos. Y más siendo una persona tan sensible e inteligente.

Quien conozca un poquito de los seres humanos puede concluir, como yo induje al leer el libro, que la bondad de don Luka no sólo no era natural, en el sentido de espontánea y no meritoria, sino que tuvo que ser fruto de un esfuerzo sobrehumano. Lo que pasa es que el fruto de ese esfuerzo fue tan lozano que no sólo le permitió vencer al odio, sino conseguir que no quedara rastro, hasta tal punto que cualquiera, al verle, pudiera pensar que esa persona no tenía motivos para odiar, o que incluso fuera un iluso que sólo conocía las cosas buenas de la vida. Craso error.

En definitiva, la mayor lección que me dio don Luka, en silencio porque de eso no hablaba y porque ya estaba muerto cuando la aprendí, es: ¡QUÉ DIFÍCIL ES PERDONAR! Y, a renglón seguido, que vale la pena intentarlo, pues que tan atractiva resulta una persona que perdona. Pero claro, un perdón de verdad es ese: el que no deja huellas, el que para los que no conocen las circunstancias, no se percibe. Y, al mismo tiempo, no es el perdón de un bobo. Un perdón que no se chupa el dedo, porque sabe que el mal existe y hasta qué punto es fuerte, pero que ni siquiera de ese saber alardea. Algo muy, pero que muy poco común.

Este descubrimiento me dio una pista de por qué don Luka fue profesor de ética. Él logró ser bueno, un auténtico héroe, no solo por superar la inclinación al odio, y precisamente porque sabía de buena tinta lo difícil que era, decidió enseñárselo a los demás. Pero, insisto, sin alardes. Claro que él enseñó la bondad propia de los periodistas, que más que en perdonar consiste en decir la verdad. Pero ambas cosas tienen mucho que ver; ya lo he sugerido: perdonar no es chuparse el dedo, y no por saber la verdad se debe mantener cierto odio, el del «perdono pero no olvido». En don Luka era al revés: no olvido, pero perdono.

Y por fin Santiago Carrillo, ¿qué tiene que ver en todo esto? Muy sencillo. Hay un dicho que se adjudica a Goebbels, el de que una mentira, repetida mil veces, se convierte en verdad. Falso. Al margen del efecto que pueda tener en el público -si se lo creen a la vez 1.000, allá ellos, otros creen las mentiras a la primera-, repetir una mentira mil veces lo que hace es mil veces más difícil decir la verdad. Y como el 18 de enero de 2011 vi a Carrillo presentar La difícil reconciliación de los españoles, y ahí le pregunté sobre Paracuellos, he aquí la conexión con lo que don Luka me enseñó. La reconciliación es imposible sin decir la verdad, y también es imposible sin perdonar. ¿Pero cómo esperar reconciliación si ni se pide perdón ni se dice la verdad? Con cada mentira, la figura de Carrillo se hunde más y más y se empequeñece. Y miren por dónde no fue Carrillo quien más pena me dio en esa rueda de prensa. Porque él estaba atado a su mentira, era la piedra de molino con que comulgaba o que llevaba atada al cuello. Es poco probable que alcanzara a desatársela. Pero ¿y esa pandilla de -perdón pero no encuentro mejor expresión- lameculos que le lanzaban incienso mientras él mentía? Carrillo era un anciano, y sería cruel cebarse en su aspecto físico, por eso yo no le miraba demasiado a él mientras habló. Lo penoso era ver a personas que supuestamente dedican su vida a investigar y difundir la verdad, mirando a este personaje con una babilla que se les caía por la comisura, llamándole «don Santiago» y tomando notas, en lugar de decirle: ¡basta ya, señor Carrillo, si quiere le ayudamos a sacudirse esas mentiras de encima, pero no nos cuente milongas!

Publiqué esta entrada el 3 de febrero de 2011 y la he revisado el 13 de enero de 2019, a una semana del centenario del nacimiento de don Luka (19 de enero de 2019).

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