Dos de los personajes canonizados (junto a dos sacerdotes diocesanos, dos monjas fundadoras y un laico) el 14 de octubre de 2018, el papa Pablo VI y el arzobispo Óscar Romero, tienen en común con el papa Francisco que en vida fueron duramente criticados por algunos de los que se consideran a sí mismos defensores de la tradición de la Iglesia católica. El paso del tiempo permite ver lo superficial de esas críticas y la rica aportación que su fidelidad y santidad han supuesto para la Iglesia.
Pablo VI orientó el Concilio Vaticano II (1962-1965) para que aportara reflexiones de valor perenne sobre la llamada universal a la santidad, la importancia de los laicos en la Iglesia y la colegialidad episcopal en unión con el Romano Pontífice, frente al intento de remover las aguas para promover la rebeldía contra el Papa. A estos excesos se refirió Pablo VI al decir que «a través de alguna grieta ha entrado, el humo de Satanás en el templo de Dios. Hay dudas, incertidumbre, problemática, inquietud, insatisfacción, confrontación. Ya no se confía en la Iglesia» (31 de octubre de 1973).
Entre las aportaciones de su pontificado se suele mencionar la reforma litúrgica facilitando el uso de la lengua común, y sin duda es aportación suya personalísima la comprensión y explicación de la sexualidad matrimonial en la encíclica Humanae Vitae (25 de julio de 1968), así como la encíclica Evangelii Nuntiandi sobre la nueva evangelización (8 de diciembre de 1975).
Los intransigentes consideran que permitir el diálogo fue la causa de todos los males y por tanto que Pablo VI fue culpable (aunque él no convocó el Concilio, solo lo continuó) de esa falta de confianza que el Papa denunciaba en 1973 y que implicó una enorme pérdida de sacerdotes y religiosos, cuyos efectos continúan.
Pero la crisis de la modernidad no la causó el Concilio: este evidenció que lo que se ha dado en llamar modernismo seguía latente a pesar de las prohibiciones de san Pío X. El Concilio, y con él el Papa, sí reconoció que en la Iglesia la disidencia no se elimina a golpe de martillo; aún más, que es preciso convivir con ella, lo que supone un indudable riesgo para la fe. Pero eso no convierte al Concilio y al Papa en herejes, sino en sembradores de misericordia para un mundo herido.
Esta fue también, probablemente, la principal lección aprendida en el Concilio por monseñor Óscar Romero, que por ello sufrió una Pasión por la Iglesia culminada con el martirio (sobre él he escrito un libro con ese título). Una de las 15 máximas en que resumo su mensaje se refiere a los extremismos desatados por la lucha entre conservadores y reformistas (por darles un nombre) en el Concilio (y después), que pretendían excluirse unos a otros en función de ideales que anclaban fuera del presente: «Cualquier extremismo con pretexto de fidelidad a una Iglesia idealizada del pasado o del futuro mina la comunión de la Iglesia real y concreta» (17 de octubre de 1971).
Cuando no hay vida interior, prevalece la ideología
Las ideologías generan o sirven a los afanes de reforma, o a la resistencia a ellas… Unas y otras, absolutizadas, son excusas para no amar como Cristo amó. Y no hay más. El tiempo deja en ridículo a los intransigentes.
Hablando de tendencias, seguramente es imposible permanecer impasible ante ellas. Si se fija el lector en las palabras de arriba, sin duda se sentirá más afín hacia unas tendencias que hacia otras, pero por mucho que las queramos agrupar en un lado u otro (la izquierda y la derecha, las de fondo rojo y las de fondo azul), nunca podremos negar que las diferencias llegan a desdibujarse y que las actitudes del otro lado son también necesarias, sobre todo cuando nos acercamos al borde inferior.
España tiene la ventaja para el observador, que rima con desgracia para el pastor (de almas), de que los frentes, las diferencias, aparecen nítidas en la superficie, y sabemos a qué bando asignar a la gente en religión como en política, pero lo mismo que solemos decir (¡y desgraciadamente es cierto!) que todos los políticos son iguales porque les faltan ideas y son corruptos, entre los sabihondos clericales faltan la fe y la vida interior, y sobra el afán de criticar.
Casi todos estamos seguros de a qué bando de nuestra guerra civil habríamos apoyado, es menos probable que sepamos precisar qué había de justo y de injusto en uno y otro bando, y aún menos probable, aunque es lo más necesario, que sepamos aportar argumentos convincentes sobre cómo y por qué evitar que la convivencia se vuelva a destruir de forma tan salvaje. La falta de vida interior impide renunciar a los propios perjuicios en favor de los demás. La ideología se convierte en excusa para no amar.
Cuando hay vida interior, la crítica estéril se sustituye por el desagravio
Para mostrar que hay salida del atolladero, me parece útil repasar una homilía del santo de lo ordinario, como san Juan Pablo II llamó a san Josemaría Escrivá, precursor en la predicación y vida de la doctrina sobre la llamada universal a la santidad. No es poco milagro que esa doctrina se sembrara desde España, pero que tengamos los españoles la humildad de reconocerlo, eso ya sería milagro excesivo.
En esa homilía de febrero de 1972, a la que en el libro En diálogo con el Señor se ha titulado Tiempo de reparar, el fundador del Opus Dei afronta esas circunstancias que según Pablo VI provocarían la falta de confianza en la Iglesia apuntando a la reforma que se logra en el centro de cada alma y no con la crítica de estructuras, doctrinas o actitudes ajenas:
¿Sabemos que nuestra lucha interior es necesaria para servir a Dios, a la Iglesia y a las almas?, ¿estamos convencidos de que el Señor se quiere servir — en estos momentos de tremenda deslealtad— del pequeño esfuerzo nuestro por ser fieles, para llenar de fe, de esperanza y de amor a miles de almas?
Pelea interior, pero también por fuera, oponiéndome como sea a la destrucción de la Iglesia, a la perdición de las almas. «En la guerra y en el campo de batalla, el soldado que sólo mira cómo salvarse por medio de la fuga, se pierde a sí mismo y a los demás. El valiente, en cambio, que lucha por salvar a los demás, se salva también a sí mismo. Puesto que nuestra religión es una guerra, y la más dura de todas las guerras, y embestida y batalla, formemos la línea de combate tal y como nuestro rey nos ha mandado, dispuestos siempre a derramar nuestra sangre, mirando por la salvación de todos, alentando a los que están firmes y levantando a los caídos» (San Juan Crisóstomo, In Matth. hom. 59, 5).
Si alguien no combatiera, causaría un grave daño. […] Cuando hay tanta gente desleal, estamos más obligados a ser fieles a nuestros compromisos de amor. Queremos querer. Tenemos, al menos, deseos de tener deseos. Hijos, eso es ya combatir.
Volvamos de nuevo a buscar el refugio de la presencia de Dios, con la piedad, con las pequeñas mortificaciones, con la preocupación por los demás. Esto es lo que nos hace fuertes, serenos y vencedores.