Un amigo y espectador me plantea el reto de explicar la crisis del Opus Dei “sin rollos jurídicos”. Soy Santiago Mata y les doy la bienvenida en el canal Centroeuropa a este intento de contar lo que está pasando con el Opus Dei, sin utilizar ni una sola vez palabras como Prelatura o Código de Derecho Canónico.
Mi amigo me sugería titular este vídeo con la pregunta ¿crisis del Opus Dei o crisis de la Iglesia? Y es que, en efecto, podríamos resumir la cuestión diciendo que es una crisis de identidad de la Iglesia católica. Parece que no sabemos lo que es el Opus Dei, cómo definirlo o dónde meterlo, y eso sucede porque la Iglesia católica no sabe qué son los laicos, dónde meterlos, ni cómo definir su misión.
Cuando no se sabe qué es una cosa, una persona o un grupo, es porque no se sabe diferenciarla y relacionarla con otras realidades. Cuando la Iglesia no sabe dónde situar al Opus Dei, cuya pretensión es explicar la misión de los laicos, mi opinión es que puede que sea porque no se sabe distinguir esa misión de los laicos respecto a la de la de los sacerdotes, o no se sabe cómo relacionarlas.
Antes de detallar qué pienso sobre las relaciones entre laicos y sacerdotes, quiero hacer una aclaración, y es la de que no hay motivo para el pesimismo. Poco importa que la Iglesia católica no sepa explicar lo que es y cómo funciona ella misma. Eso es señal de que la Iglesia ha sido fundada por Cristo, por Dios, y no por nosotros; y de que sólo Él sabe realmente cómo funciona.
Los católicos vamos entendiendo qué es la Iglesia con el paso de los siglos y con altibajos. Claro que, si esos altibajos fueran producto de la imbecilidad, de la malicia o de los recelos, entonces no tendríamos excusa: cada cual examine, en consecuencia, si hace todo lo que puede para entender la Iglesia.
Lo importante, repito, es que, a pesar de nuestra imbecilidad, la Iglesia sigue avanzando y creciendo gracias al impulso del Espíritu Santo.
Y ahora, para explicar esta crisis de la Iglesia, voy a apoyarme en dos pasajes del Evangelio, fijándome, además de en su mensaje, en sus destinatarios y en la complementariedad entre dichos mensajes; por lo tanto, en la complementariedad de misiones de sus destinatarios.
El primer pasaje es el del capítulo 5,48 del Evangelio de San Mateo, en el que Jesús invita a la multitud que le escucha a ser “santos como vuestro Padre celestial es santo”. Ahí tenemos la llamada universal a la santidad, en el mismo comienzo y núcleo del mensaje cristiano, dirigida a todos y cada uno de los hombres y mujeres. No es una invención de san Josemaría Escrivá y del Opus Dei, por mucho que pueda pasar, como he dicho antes, que Dios cuente con el tiempo, no tanto para que una parte esencial del mensaje cristiano se cumpla, porque desde el principio del cristianismo ha habido multitud de santos de todas las condiciones sociales, sino para que este mensaje que se ha vivido con mayor o menor intensidad, se sepa además explicar y mostrar cómo se cumple.
Vamos con el segundo pasaje evangélico, que es nada menos que el de la Última Cena, cuando Jesús, después de haber convertido el pan y vino en su Cuerpo y Sangre, y de haber dado de comulgar a sus doce apóstoles, les dice: Haced esto en conmemoración mía.
Sabemos que este es el momento de la institución de la Eucaristía y del sacerdocio vinculado directamente a su realización. Ahora quiero detenerme en el público presente: sólo los 12 apóstoles. Tratándose de un evento importante, se nos habría informado en caso de que el mensaje hubiera sido dirigido también a la Virgen o a las mujeres que pudieran estar cerca o presentes en el edificio.
Si celebrar la Eucaristía constituye a los apóstoles en sacerdotes, y esto fuera un elemento vinculado a una mayor perfección o a la aspiración a la santidad, ¿no habría sido lógico que Cristo hiciera partícipes de esta misión a todas las personas a las que invitó a la santidad en el sermón del monte?
¿No habría sido sobre todo lógico que propusiera para esa misión a la persona más santa y digna de encarnar el misterio cristiano, hasta el punto de haber dado al mismo Cristo el Cuerpo que luego Él quiso darnos por alimento? ¿No habría sido lógico que también y ante todo fuera sacerdotisa la Santísima Virgen?
¿Podemos pensar que fue un descuido, una casualidad o incluso una ofensa de Cristo excluir del sacerdocio a su Madre, a todas las mujeres y, a última hora, también a la inmensa mayoría de los cristianos, a esos que llamamos laicos, de los que solo sabemos decir que son simples personas bautizadas?
Lo sería sin duda si el sacerdocio fuera una condición o siquiera una posición de privilegio o que favoreciera el logro de la santidad. Si Dios no puede ser injusto, podemos llegar a una conclusión: el sacerdocio no tiene nada que ver, o mejor dicho no añade nada a la vocación a la santidad, que es inherente, derivada de la condición de bautizado y de nada más.
El sacerdocio no es exigido por la aspiración a la santidad del individuo, del sujeto que es constituido sacerdote, pero ¿qué decir de la Iglesia? Si el sacerdocio no aportara nada, sería superfluo, y si aporta algo, tiene que ser en orden a la santidad, pero del conjunto de la Iglesia.
La razón para instituir sacerdotes a los apóstoles es la misión de “hacer esto”, una utilidad primordial que consiste en dar continuidad a lo que Cristo hizo en la Última Cena, que a su vez anticipaba su sacrificio en el Calvario: un sacrificio de cuyo fruto es necesario participar si se quiere alcanzar la vida eterna, la santidad, como el propio Cristo había anticipado en el discurso eucarístico de Cafarnaúm al decir: “Si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Juan 6, 53).
Por tanto, el sacerdote lleva a cabo una misión imprescindible, la de hacer presente el sacrificio perpetuo de Cristo. ¿Qué tiene todo esto que ver con mi afirmación inicial de que la Iglesia católica está en crisis porque no comprende (bien) la relación o interacción que de hecho hay entre laicos y sacerdotes?
Para responder, pienso que tenemos que situarnos en la gran crisis que dio lugar a la época moderna, y que se ha llamado Reforma protestante. Hasta el siglo XVI, las circunstancias de la historia habían hecho que la Iglesia, y en concreto el Papa, acumulara un enorme poder político, no porque hubiera aspirado a él o lo hubiera conquistado, sino porque el hundimiento del Imperio Romano convirtió al papado en la principal referencia para dar legitimidad política a reyes y emperadores. Por otra parte, muchos siglos de donaciones acumuladas por parte de los fieles, habían convertido a la Iglesia es el principal propietario de tierras y bienes en muchos países.
De esta forma, la misión que Cristo había dado a la Iglesia y a sus ministros quedó notablemente deformada. Además del poder de santificar manifestado en la consagración de los apóstoles como transmisores del memorial de la Pasión de Cristo, estaba el poder de “ir al mundo entero y enseñar el Evangelio”, así como el poder de gobernar, incluido en la advertencia de Cristo a sus discípulos de que no imitaran el gobierno tiránico de los reyes de la tierra, y en el encargo a san Pedro de apacentar las ovejas del rebaño de Cristo.
Vista la relación entre la persona de Cristo y los tres poderes o misiones que se considera que transmitió a la Jerarquía de la Iglesia, entiendo que el primero, el de transmitir los sacramentos, es el más directo y propio, mientras que enseñar y gobernar, o bien no serían tan exclusivos -pues evangelizar es misión de todo cristiano- o bien debían ser un suave yugo -cuando se tratara de gobernar-, bien distinto al del poder terreno.
Frente a la atracción por el ejercicio del poder se levantaron ya antes del siglo XVI muchas voces críticas; algunas consiguieron reformar la Iglesia, pero otras, en concreto la de Lutero a partir de 1517, propusieron la solución radical de despojar por completo a la Iglesia de poder político y, además, de negar la necesidad de un Papa que orientara siquiera en el aspecto de enseñar, que quedaba confiado al influjo del Espíritu Santo en cada alma.
Por lo que hace al sacerdocio, al negar a la Jerarquía el poder de transmitirlo por la imposición de manos siguiendo una continuidad material con las personas de los apóstoles, este quedó reducido en el protestantismo a una presidencia honorífica de la comunidad cristiana, en el fondo electiva, como con el tiempo quedaría también a la elección de cada cual qué valor quisiera dar a los sacramentos.
En la práctica, a excepción del bautismo, los sacramentos desaparecieron en las Iglesias protestantes y en sus actuales derivaciones evangélicas.
Ante semejante debacle, la Iglesia católica reaccionó y, para proteger lo esencial, erigió un muro que impidió reformar muchos de los aspectos que podrían haberse matizado. Así, desde el Concilio de Trento, el catolicismo mantuvo inalteradas sus posiciones durante más de tres siglos, hasta que el Concilio Vaticano I volvió a plantear, en 1869, en qué consistía el poder del Papa.
Por tanto, la definición de la infalibilidad papal en el Concilio Vaticano I, lejos de ser una exaltación del poder papal, consistió más bien en establecer los límites que este no debe pasar, o incluso podría decirse que lo que se define es más bien hasta qué punto Dios garantiza su protección sobre la Iglesia frente a los abusos de poder, vengan de donde vengan.
Lamentablemente, el Concilio Vaticano I fue interrumpido por la agresión prusiana contra Francia, cuyas tropas actuaban como garantes del poder temporal del Papa en Roma, que fue precisamente aniquilado por Italia aprovechando la retirada francesa. No fue hasta el Concilio Vaticano II cuando se volvió a reflexionar al mismo nivel ecuménico sobre las relaciones entre la misión y el poder del Papa y del Colegio de obispos.
Aunque el Vaticano II hizo importantes declaraciones sobre los laicos, recordando la llamada universal a la santidad, así como la competencia de los laicos para transformar según el espíritu cristiano el mundo, fue menos claro en sus reflexiones sobre el sacerdocio, al menos según el papa Benedicto XVI, que había participado como uno de los teólogos alemanes en el Concilio.
Según la opinión expresada por Benedicto XVI en su libro póstumo -cita que he mencionado en otro vídeo, que pueden ver en la descripción de este- el Vaticano II, por influencia del protestantismo, no definió con suficiente claridad el poder de renovar sacramentalmente el sacrificio de Cristo como esencia del sacerdocio, y dio a entender que su misión consistía más en meditar la palabra de Dios que en celebrar el culto. Por eso, según Benedicto, existe una “crisis permanente del sacerdocio en la Iglesia”.
Si el sacerdocio no tiene como misión central santificar, prestando su ser a Cristo para que actúe en los sacramentos, si es un mero meditador de la palabra, o incluso predicador o enseñante, su diferencia con un maestro laico comprometido se difumina, lo mismo que antaño, al resaltar el poder de gobernar de la Iglesia, se difuminaba su diferencia con los gobernantes laicos.
La Iglesia en cuanto estructura exterior puede ser gobernada por cualquiera, también un laico, siempre que no transgreda las normas de la doctrina y moral cristianas. La palabra de Dios puede y debe ser explicada por cualquiera, también un laico, siempre que no transgreda las normas de la doctrina y la moral cristianas.
En mi opinión, el olvido de su principal función, la de personificar a Cristo en la administración de los sacramentos, ha hecho para el sacerdote menos atractiva su vocación, y por eso hay menos vocaciones y más deseos de actuar imitando a los laicos, en los esfuerzos por santificar el mundo que, desligados de la gracia aportada por los sacramentos, están condenados al fracaso.
Al mismo tiempo, también hay laicos que, al no percibir la sagrada diferencia que supone la administración de los sacramentos, como digo difuminada en la práctica a veces desde la jerarquía, han llegado a pensar que la igualdad esencial que establece el bautismo debe aplicarse sin barreras.
En buena medida, este movimiento es efecto del individualismo que pretende convencer a todos de que no necesitan ayuda exterior, y que la sociedad es un conglomerado indistinto donde todos tenemos la misma misión. Este individualismo ya estaba en el principio luterano de la “sola fe”. Se rompen así las dualidades, diferencias y hasta desigualdades manifiestas que son queridas por Dios para que seamos conscientes de que, también en lo más sagrado y en lo que se refiere a nuestra relación con Él, con Dios, no somos individuos aislados.
Lo mismo que ha hecho depender la vida de una relación peculiar entre hombre y mujer basada en la confianza y el respeto; también en la Iglesia existe una dualidad trascendental, entre la Jerarquía como administradora de la gracia, y los fieles como beneficiarios, dualidad que nunca podrá ser eliminada. Sin olvidar que los miembros de la Jerarquía, como individuos, también están sometidos a esta necesidad de auxilio exterior, como decía san Agustín al afirmar que para vosotros soy obispo, con vosotros, soy cristiano.
En este contexto de olvido de la misión sagrada del sacerdote, algunos han creído ver en cada laico una especie de sacristán o monaguillo, como si fuera un peldaño antes del sacerdocio, del que con esa lógica no se podría excluir a las mujeres. Esta trágica caricatura, que ridiculiza al mismo tiempo el sacerdocio y el laicado al no comprender su diferencia, está presente por ejemplo en la emisión en directo de la Conferencia Episcopal Alemana el 19 de septiembre de 2023, en la que durante dos horas se presenta como ejemplos de fortaleza de vida el caso de una “obispa” protestante, que presenta como logro la paridad lograda entre mujeres y hombres a la hora de repartirse los cargos en su iglesia, y el caso de la secretaria general de la propia Conferencia Episcopal Alemana, Beate Gilles, que ve su propia vida (minuto 29 del vídeo: a partir de 01:10 en el corte reproducido abajo) como un ascenso en cargos eclesiásticos, partiendo precisamente desde el de monaguilla, y con la misma aspiración de romper lo que entiende como barreras que impiden el desarrollo de las mujeres.
Como se ha visto en ese pequeño extracto de vídeo, por una parte el sujeto, la mujer, siente que es parte de la celebración litúrgica en un plano equivalente al del sacerdote, aunque no se le reconozca desde fuera, y se presenta a sí misma, o a la actuación de las mujeres que, como ella, aspiran a una igualdad “burocrática” dentro de la Iglesia, como solución y no como problema.
Quizá ese vídeo puede ayudar a comprender hasta donde ha llegado el olvido de la misión del sacerdote en un ambiente como el de la Iglesia en Alemania. Es un ejemplo de que estamos ante una crisis del sacerdocio y no del laicado, a no ser en la medida en que parte del laicado esté imitando a esos sacerdotes que han perdido el sentido de su misión.
Cerrando el círculo, es posible que esta crisis nos de la luz que pedíamos al comienzo sobre lo que ha sucedido con el Opus Dei. El Opus Dei irrumpió en la Iglesia exponiendo el alcance de la vocación de los laicos, incluso su primordialidad, si se sabe entender que la Jerarquía, como pidió Jesucristo, no manda sobre los laicos, sino que les sirve con el ministerio ante todo sacramental, y al menos con la supervisión de aquellos aspectos que puedan afectar en lo esencial a la estructura de la Iglesia y a su doctrina.
En la práctica, el Opus Dei afirmaba y vivía, afirma y vive, la realidad de que la presencia sacerdotal solo es imprescindible en lo que san Josemaría llamaba muro sacramental. Para el resto, los laicos se bastan, incluyendo su autogobierno y la enseñanza de la doctrina, como digo, conservando siempre el magisterio jerárquico cierto deber de supervisión para evitar desvíos graves. Pero, como digo, en la práctica en el Opus Dei se cumple la realidad, dicha de forma un tanto vulgar, de que “los curas no mandan”.
Ahora, particularmente a consecuencia del llamado “camino sinodal alemán”, nos encontramos con que esos laicos que no saben ver su diferencia con los sacerdotes, pretenden esgrimir sus «derechos democráticos de iguales entre iguales» para tomar todo el poder en la Iglesia, someter a los obispos al control de comités sinodales, invadir todas las competencias y eliminar todas las barreras habidas y por haber.
A pesar de su proverbial tolerancia, el papa Francisco parece ser consciente de lo que está en juego y haber decidido que es necesario marcar una línea clara entre lo que entiende como poder clerical en cuanto límite de la actuación laical. Ha intentado mandar ese mensaje al camino sinodal alemán, que le ha respondido despreciando las advertencias y, en muchos casos, aplicando unilateralmente algunas de esas medidas de lo que entienden como poder laical, como el obligar a los sacerdotes a bendecir uniones homosexuales.
Por su parte, el papa Francisco ha decidido frenar lo que consideraba injustificada presencia del laicado en un organismo, el Opus Dei, que es parte de la Iglesia católica. Ha ordenado que los laicos no puedan figurar como miembros de tal organismo. En el Opus Dei, como en cualquier organización eclesiástica, los laicos son ante todo súbditos del obispo de su diócesis.
En este caso, la exageración del Papa puede estar en haber añadido que son ante todo y nada más que súbditos de su obispo diocesano. Que no hay ninguna entidad en la Iglesia, aparte de las diócesis, y sin entrar a juzgar entidades como las órdenes religiosas que están fuera de la estructura ordinaria, es decir corriente, de la Iglesia, que tenga propiamente poder: si se es un cristiano corriente, solo se reciben órdenes del obispo.
En mi opinión, por tanto, se ha impuesto al Opus Dei una obligación que ya tenía y que ya cumplía. Pero, la solemnidad y hasta escándalo con que se ha querido hacer resonar esa afirmación del poder jerárquico de los obispos, en mi opinión, insisto, tiene otro destinatario principal, que es la Iglesia en Alemania.
En cuanto a si esta especie de puñetazo en la mesa del Papa servirá para algo, mi opinión es que, obviamente, puede asustar a alguien, pero no puede convencer: para convencer, concluyo, hay que dar argumentos, y además estos tienen que ser verdaderos. Que la principal misión del Papa y de los obispos sea gobernar, me parece que es falso: la Iglesia debería ilustrar la razón de ser de los sacerdotes enseñando a apreciar la necesidad de los sacramentos, sin los cuales tanto la doctrina como la disciplina, son poco menos que inútiles.
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