1.Realidad, creatividad y fantasía
1.1. El Quijote, obra maestra de la literatura castellana, es un libro-denuncia. Denuncia los efectos que determinadas distracciones pueden provocar sobre la creatividad humana: las fantasías retratadas en los libros de caballerías pueden separar de la realidad a una persona hasta el punto de hacer que sus actos —inútiles o hasta perjudiciales— parezcan los de un loco. Don Quijote, con todo, sigue siendo un personaje capaz de dar —a pesar de su alocado actuar— profundas lecciones de humanidad y, en último término, de recuperar la cordura.
El mensaje del Quijote es, a mi entender, optimista y realista. Refleja un fracaso real y contiene una advertencia universalmente válida. El fracaso retratado es el que se ha venido en llamar “decadencia” española del siglo XVII: después de haber terminado la empresa de la reconquista en el siglo XV y de lanzarse al descubrimiento, conquista y evangelización de América en el XVI, España pierde fuelle y cede el protagonismo en la historia a otras naciones. Esta decadencia tiene muchas causas, e incluso puede considerarse un proceso natural. Pero una de sus causas es la que señala Cervantes en el Quijote: cansados de peleas —cansados de realidad—, los españoles se echaron en brazos de la fantasía y huyeron a un mundo irreal.
1.2. No es lo mismo fantasía que juego. De hecho se dice que el juego es un aprendizaje para la vida, mientras que es frecuente considerar la fantasía como un escape de la realidad. El Quijote viene a cuento considerando una situación en la que hay un exceso: Cervantes no critica la fantasía, sino el exceso que supone huir de la realidad. Del mismo modo, el juego, en lugar de preparar para la vida, puede llegar a suplantarla.
El juego es una situación que reproduce en parte la sociedad humana: las personas que intervienen compiten, o se proponen metas semejantes a algunas que encontramos en la vida real. Pero el juego siempre tiene, como elemento esencial, cierta desconexión respecto a la vida real, que le hace ser, al menos en apariencia, intrascendente.
El juego tiene un ritmo propio —que podríamos simbolizar con un cronómetro—, sigue ciertas reglas y, una vez fijadas éstas, es siempre igual. Se puede, si se quiere, interrumpir el juego y reanudarlo más tarde. La vida, en cambio, tiene ritmos diversos —el principal es la alternancia entre día y noche, trabajo y descanso: hablamos de biorritmos—, marcados si se quiere por el latir del corazón, o por dar un dato más científico aunque menos simbólico, por la distinta frecuencia de las ondas cerebrales. Estos ritmos están siempre conexos: es imposible dejar de vivir para reemprender la vida más tarde.
1.3. El juego es en sí mismo intrascendente al menos en apariencia porque es cierto que, desde fuera, se le puede adjudicar cierta influencia sobre la vida. Tiene trascendencia vital cuando, por ejemplo, nos apostamos algo (esta característica es la principal razón de ser de los “juegos de azar”). Pero esa influencia que el juego tiene en la vida es ajena —valga la redundancia— a las “reglas del juego”, a su estructura y ritmo propios. Cuando escogemos que la suerte de un partido de fútbol se decida echando una moneda al aire, hemos adjudicado previamente a ese fenómeno azaroso una fuerza decisiva: el hecho en sí de arrojar monedas o dados influye menos en la vida que el movimiento de los astros.
La diferencia entre juego y vida puede quedar más clara si atendemos a las partículas interrogativas qué y cómo. Las reglas de un juego nos dicen algo de la acción (cómo se juega: es un adverbio). Pero nada sobre el qué (pronombre que designaría el quehacer del juego). Jugar es en sí una acción que deciden emprender las personas al margen del juego. En la vida, por el contrario, nos viene dado el qué: no elegimos vivir, ni el sentido que tiene la vida. En cambio, podemos elegir el cómo vivimos. Cómo dar sentido a la vida: eso es lo que no nos viene dado.
Por eso cabe interpretar el juego como un descanso respecto a la vida: por un momento, desposeemos de sentido a nuestra actividad y nos embarcamos en una actividad que automáticamente ya está ordenada. No tenemos que pensar cómo hacerla. Suspendemos el esfuerzo ordinario de adecuar nuestras acciones a una finalidad. Desde este punto de vista, es posible ver en todo juego el peligro que, en política, tienen las dictaduras: es fácil iniciarlas, pero no tanto ponerles fin. Es necesaria una nueva decisión para dejar el juego comenzado. El juego prevé su propio fin —el fin de una partida (o de un partido) del juego—, pero no el fin del jugar.
2. ¿Por qué jugamos? La mitificación de la violencia.
2.1. Los modernos juegos de ordenador (o videojuegos) del tipo “galería de tiro” tienen origen militar. Los estudios promovidos por el general Marshall tras la Segunda Guerra mundial mostraron que solo entre el 15 y el 20% de los soldados norteamericanos disparaban cuando tenían un enemigo al alcance de sus armas. Los tiradores individuales apenas disparaban y, en cambio, las armas colectivas, y las usadas bajo supervisión de un mando, lo hacían siempre. “Killing is not easy”, era la explicación psicológica: para lograr que un hombre mate a otro, hay que entrenarle o al menos facilitar el acto con órdenes.
El ejército norteamericano sustituyó los blancos de tiro circulares por otros de forma humana: suficientemente parecidos como para recordar que, a la vista de un enemigo hay que disparar, y suficientemente irreales como para no sentir qué es realmente matar a un semejante. Los juegos electrónicos hicieron posteriormente “agradable” el disparo, y lo premiaron. En Corea, la “tasa” de disparo subió al 55% de las ocasiones, y en Vietnam al 95%. En Irak, probablemente “supere” el 100%.
De esta forma —aunque estrictamente los juegos de disparar sean sólo una variante de juegos de guerra más tradicionales—, ha aparecido una nueva utilidad en los juegos. Normalmente, una vida “identificada” con el juego (o que difícilmente se distingue de él) sólo tiene sentido en los niños que no pueden aguantar el dolor. Ahora, hemos descubierto que también hay motivos para ocultar el dolor a los adultos: así aprenden a realizar con rapidez y destreza acciones intrascendentes pero semejantes a otras que en la vida real implican dolor y exigen deliberación. El juego hace fácil lo difícil.
Los soldados modernos tienen sus reflejos entrenados para responder disparando de forma automática ante un estímulo visual: la aparición de un personaje identificable como enemigo. La contrapartida a los presuntos beneficios de este entrenamiento ha sido la difusión de estos juegos en la sociedad y, con ellos, de la violencia, lo que Dave Grossman llama “el precio psicológico de enseñar a matar en la guerra y en la sociedad”.
Los juegos, en sí mismos, no son violentos. En los juegos no hay dolor, no hay muerte, sino sublimación de la violencia, mitificación. El juego sublima la violencia para acelerar y simplificar los procedimientos de la conciencia, haciendo lo más maquinal posible —en el juego— un acto que en la vida real exige deliberación. Para facilitar esa mecanización, el juego suprime el dolor. La posterior transposición a la vida real no suprime la violencia —el acto es como es, al margen de cómo hayamos aprendido a verlo—, pero sí la deliberación de conciencia.
2.2. El juego, en su afán de suprimir el dolor, puede interpretarse también como un deseo de regresar al paraíso. Aparece así una segunda situación que podemos considerar “peligrosa”, aparte de la “dictadura del juego”, es decir, del dejarse llevar —por así decirlo en el tiempo— por la pasión del juego. La situación a que me refiero es la difuminación de las fronteras entre juego y realidad: el jugador pasa al mundo “maravilloso” sin necesidad del armario de los niños de Narnia.
Lo cierto es que el paraíso, un mundo sin dolor, no existe, y sí existe en cambio el diablo, y le interesa que el hombre desee no solamente llegar al cielo, sino vivir ya aquí abajo en un paraíso. La situación retratada en la película Matrix no es, en este sentido, ajena a la de los hombres que aceptan voluntariamente engañarse —vivir una vida intrascendente—, con tal de evitar el dolor: al diablo le interesa que no seamos conscientes de que el bien es arduo desde que él logró introducir el pecado en el mundo.
Lo que desde cierto punto de vista puede mirarse como una nostalgia del paraíso, un deseo de descansar de las dificultades de la vida, o la ignorancia ingenua del niño que aún no sabe que en la vida hay que luchar, puede ser, desde el punto de vista de quien organiza el juego, un engaño organizado: una tentación para hacer creer a quienes juegan que el juego es realmente la vida o, incluso que es mejor que la vida.
Tal situación ocultaría al hombre que, en realidad, debe afrontar las dificultades de la vida —incluidas las tentaciones y el propio pecado— con optimismo, porque la victoria es posible y en cierto modo segura. La liberación del hombre del mal —del pecado, y no sólo de una de sus consecuencias, el dolor— ya se ha producido, y por tanto quedar cautivado por el juego de la forma antes descrita, supone en último término ignorar algo importante sobre uno mismo: que somos ya, de hecho, criaturas redimidas.
Puesto que es posible presentar un juego como tentación, quizá podría discutirse si toda tentación tiene algo de juego. Me parece que no, pues toda tentación es un engaño, pero no necesariamente viceversa. Eso sí, quizá en ciertos engaños trata el diablo de remedar lo que, desde el punto de vista de Dios, pueda llamarse el juego de la redención: pero es probable que el diablo nunca haya comprendido este juego y, por eso, los suyos tengan menos gracia.
Para realizar la redención, Dios engañó al diablo con “el cebo de la humanidad” (Diálogo de Santa Catalina de Siena). Como si Dios se hubiera apostado con el diablo a reconocer que la creación del hombre fue una equivocación (aceptar que, como en un juego, debía volver a empezar), siempre que el diablo descubriera quién y cómo iba a redimir el mundo: si, en cambio, el diablo colaboraba con el plan de la redención (matando al redentor), era él quien perdía el órdago.
El problema para el diablo es su intrascendencia: sólo sabe jugar, amagar. Pensaba que Dios se “disfrazaría” de hombre y que él lograría —provocando su fracaso y desprecio a manos de los hombres— que Dios se despojara de la humanidad, o bien evitara en el último momento la muerte del redentor, renegando en todo caso del hombre al que había creado. El diablo no comprende que el amor esté dispuesto al sacrificio, que Dios pueda preferir la muerte a despojarse de la humanidad, y que así purifique al “resto” de los humanos y selle con su resurrección su victoria. El diablo sigue siendo incapaz de comprender esa solidaridad de Dios con los hombres, en parte porque no es un juego donde uno se impone a otros. Por así decirlo, el diablo sólo entiende de juegos de competición.
A propósito de este punto, y aunque es salirse del tema, se me ocurría preguntar en qué momento se convenció el diablo de que Cristo es Dios… ¿En las tentaciones, durante la pasión, con la resurrección? Pienso que aún hoy día no está seguro, y que no lo estará hasta el día del juicio: de otro modo, si se supiera totalmente derrotado, tiraría la toalla. Pero aún cree que es capaz de robar gloria a Dios.
Puede parecer desatinado hacer referencia a la redención, a Dios y al diablo, cuando de lo que se trata es de hablar del juego. Para que el lector, si fuera ése su caso, no se aburra, le planteo un dilema: si le molesta la referencia a Dios (no digamos al diablo), busque una explicación, a partir del azar, para el mal en el mundo. Cuando se convenza de que es imposible, retome la lectura.
2.3. El filósofo francés René Girard afirma que toda sociedad tiende a mitificar el sacrificio humano, la violencia originaria sobre la que se funda. Los juegos de tipo lucha-competición, desde el ajedrez a los más sofisticados videojuegos, tratan también de hacernos buscar un éxito, eliminando las facetas desagradables en el camino hasta conseguirlo, dando quizá la razón a la afirmación de T. S. Eliot según la cual los hombres no somos capaces de aguantar demasiada realidad.
Cuando se dice que un juego es una forma de aprender a vivir hay que tener en cuenta que lo que nos muestra el juego no es la vida, o, si se prefiere, que nos muestra la vida de nuestros primeros padres en el paraíso, desprovista de las miserias de la condición humana: el dolor y la muerte no tienen lugar en el juego. El sacrificio sólo es virtual, nunca real. Hay muchos elementos del juego que no aparecen como reales, y así, si jugamos al Monopoly, quien gana al final no es rico (a no ser que hayan mediado apuestas sustanciosas). Pero, a semejanza de lo que puede ocurrir en la realidad, se ha impuesto sobre sus competidores. La diferencia esencial entre juego y realidad es que esa imposición no le ha costado sacrificio alguno: sólo un poco de tiempo.
En el juego tomamos decisiones con más facilidad que en la realidad porque esas acciones no tienen consecuencias perniciosas: o no tantas como pueden tener acciones semejantes en la realidad. Si compro y vendo equivocadamente en el Monopoly, puedo verme privado del placer de ganar el juego, pero no me pasaré el resto de mi vida pagando deudas o en la cárcel. De modo que acepto riesgos con más facilidad, porque, en realidad, esas acciones no tienen consecuencias.
En el juego de disparar, un sonido alegre y unos puntos más en mi cuenta me advierten de que he acertado al adversario. Pero después no tendré que pasar por el desagradable trance de ver un cadáver sangriento y enterrarlo, ni habré dejado a una mujer sin hijo, a otra viuda, a unos niños huérfanos…
La muerte del protagonista en un juego significa que el juego vuelve a comenzar. En la vida, la muerte es “el final del juego”. El juego siempre nos da la posibilidad de volver a comenzar. En la vida, el tiempo pasado nunca puede volver. En el juego, los errores no cuentan, o en todo caso siempre se pueden reparar. En la vida, los errores cuentan tanto como los aciertos, y hay que asumir ambos. El tiempo en el juego es mecánico. Si hace falta pensar, se puede pedir tiempo muerto. Lo que se mueve en el juego son las manecillas de un reloj. La vida no podemos pararla, y en ella somos nosotros los que nos movemos. Podemos tomarnos tiempo para sopesar una cuestión, pero no parar el tiempo, y menos el corazón.
3. El fracaso incomprensible
3.1. Aparentemente, el juego facilita la audacia, al hacernos más sencilla la toma de decisiones importantes. En la práctica, un exceso de juego nos lleva a rehuir la toma de decisiones, sobre todo de aquellas que consideramos importantes.
Esto se debe probablemente a que hay una buena parte de la realidad, aquella que englobamos bajo el sustantivo “fracaso”, para la que no encontramos una explicación en el juego. Cuando no se triunfa, el juego sólo tiene una respuesta: vuelve a intentarlo. Pero, en la vida, la posibilidad de un fracaso irreversible es real. Es más: todo fracaso es irreversible, porque todo, en la vida, es irreversible. El minuto pasado ya no volverá, y si mi actuación en ese momento no fue correcta, no tendré oportunidad de repetirla.
En el juego se reparan los errores simplemente repitiendo jugada, algo que en la vida no ocurre jamás. En los juegos, el jugador no se cansa, no le cuesta más una jugada que las siguientes. Claro que hay un cierto desgaste, paradójicamente provocado por la falta del descanso que el juego debería proporcionar: es el caso de los coreanos Kim y Lee, y el taiwanés Lien Wen-Cheng, que murieron tras jugar durante 86, 48 y 32 horas. En la vida, el desgaste es inevitable y, además, el fracaso ha de ser asumido, tolerado o redimido, y todo ello provoca sufrimiento.
Aunque en términos de “vida espiritual” o “vida interior” se hable de que se puede “recomenzar” después de un fracaso, hay una diferencia respecto al juego, ya que en el primer caso no se ignora la realidad del fracaso. Cuando se reconoce la debilidad humana o el pecado, por ejemplo en la confesión, no se considera que “Dios no mira”. La confesión es realmente meritoria, y no significa un regreso “a la casilla de salida”, sino a un punto que puede ser superior al anterior: Dios no pide la realización de ciertas tareas, sino la dedicación —también cuando se trata de una “conversión”— del corazón. La vida espiritual tampoco es un juego.
3.2. En el juego sólo cuentan los éxitos medibles, mientras que en la vida cuentan también las intenciones. El juego exige emplear tiempo y ciertas habilidades. En la vida se emplea “el corazón”.
El juego trata de reproducir, representándolo simbólicamente, algunos alicientes vitales. Pero hay un elemento que no se puede reducir a símbolos: el amor. Y ése es el motor de la vida: el amor no se puede simular. No se puede poner en juego, porque no puede pagarse con nada: ni se puede comprar, ni hipotecar para ganar otra cosa.
Siendo el amor la donación entre dos personas, no puede existir desvinculado de la realidad, porque la realidad puede reducirse al bien, al amor que la ha creado. Por eso, toda ficción del amor será siempre hueca: las formas externas —y sólo las placenteras— de la relación entre dos personas que se aman, si se quiere interpretar así, son un premio natural que existe porque el amor tiene exigencias dolorosas. Cuando se busca ese placer sin que haya relación personal, se convierte en una idolatría: una egolatría. La transposición a la vida de esas situaciones lúdico-egolátricas, donde cada jugador busca su propio beneficio, convierte el amor en un mercadeo: es imposible jugar a una entrega personal, si tal relación es por definición intrascendente, ficticia.
3.3. Si el juego, por sí mismo, no puede enseñar ni a fracasar ni a amar, ¿qué utilidad tiene? El lector habrá adivinado que habría que hacer una descalificación genérica del juego si pudiéramos afirmar que es incompatible con aprender a fracasar y con aprender a amar.
Para hacer humano el juego, hay que someterlo a unas normas que lo integren en nuestra vida: para que no suceda la viceversa, que el hombre se deje llevar por la dictadura del juego, restando trascendencia a su vida, o incluso identificándola con el juego.
Un ejemplo de juegos con los que se puede aprender a fracasar son —o pueden ser— los Juegos Olímpicos y el deporte en general: el número de veces que se intenta superar una marca, o el tiempo durante el que se juega, está limitado, y no se cae en el incesante repetir de oportunidades. De esta forma tiene que haber ganadores, perdedores, empates. Los juegos comerciales, en cambio, invitan a reanudar una y otra vez el juego. Incluso las cadenas de televisión dedicadas a retransmitir deporte lo hacen, pasando de un deporte a otro. El juego del zapping hace que cada vez más sea la persona individual quien tenga que ponerse un límite —al menos de tiempo— en su dedicación al ejercicio o contemplación de juegos… si no quiere que estas actividades, con sus incentivos, ahoguen su vida real.
4. ¿Mi tiempo para mí? La función social del juego
4.1. Decir que el juego tiene que quedar abierto al amor es decir que no debe excluir las intenciones. El juego no es una huida de la vida, y puede ser elegido como una forma de darse a los demás, de amar. Decir que en la mesa y en el juego se conoce al caballero es tanto como decir que es caballero quien sabe dominarse: quien modera sus instintos en la mesa, sin abandonarse al fin propio de la comida (sabe enmarcar ésta en unas reglas, las de su propia vida); y lo mismo hace con el afán de poder, de ganar, y con cualquier otra satisfacción que ofrece el juego: tampoco aquí los instintos quedan desprovistos de sentido, desconectados de las normas de comportamiento de la persona.
El juego como ocasión de ejercitar la cortesía exige, al menos intencionalmente, una pluralidad de personas. Un juego solitario se entiende (en “un caballero”) si es un entrenamiento, un ejercicio, el aprendizaje de una destreza necesaria (como un simulador, los ejercicios físicos del deportista, los de puntería para el tirador). En el caso de formas de descanso individual, o de ejercicio mental (como el del que juega al ajedrez contra un ordenador, o cualquier videojuego), cabría preguntarse si nos encontramos ante la genuina definición de juego intrascendente asimilable a la simple pérdida de tiempo.
4.2. Un chiste de mala calidad cuenta que a un penitente que se acusaba de jugar a las cartas, le decía el sacerdote que el problema era la pérdida de tiempo. Entonces, el penitente apostillaba: eso es lo que yo digo, que no habría que barajar.
El problema no es, con todo, de tiempo, sino de corazón. Y propiamente el problema no es el juego, sino la vida que queda sin vivir —tiempo perdido— o de la que se desconecta, vaciando de trascendencia el tiempo o incluso arrastrándose a formas de comportamiento que no se aceptarían —o simplemente no se alcanzarían— en condiciones de realidad o lucidez. Si lo elogiable es la destreza, igualmente meritorio es llegar a ser el mejor goleador de un juego deportivo, que ser el más ágil asesino en un juego macabro.
Desconectar es, desde este punto de vista —ciertamente riguroso— tanto como dar por perdido en bloque todo el tiempo que se dedica al juego. Incluso, si no se pone más límite que el momento de comenzar, con una formulación más radical —“ya de perdidos, al río”—, sería declarar como no serio todo cuanto en el juego se haga: como quien se pone una careta para no hacerse responsable de los propios actos. Como si, por haber sido declarado jugador, el hombre se convirtiera en menor de edad, demente o borracho. Como si, en el tiempo libre, el hombre pudiera librarse de su identidad e ir probando otras. Como si el propio ser y los compromisos con los que uno ha ido dando forma a su vida fueran superestructuras agobiantes, de las que de vez en cuando conviniera despojarse para experimentar.
4.3. ¿Pero no hay que soltar la bestia de vez en cuando? Todo juego tiene algo de teatro, y hay gente de la que se dice que “se transforma” y “suelta la bestia” al jugar o simplemente al ver jugar al fútbol. Todo juego implica cierta misión. ¿Hasta qué punto hay que tomarse ésta en serio, si el juego es una actividad intrascendente? La pregunta no deja de ser paradójica, si tenemos en cuenta que, por exceso de juegos, hay gente que deja de tomarse en serio las tareas de la vida real…
Parte del atractivo —puede llamarse también peligro— de los juegos de rol consiste en su capacidad de sugestionar a una persona para realizar una misión aparentemente importante, frente a la cual su tarea en la vida real aparece como insignificante, y conseguir que centre sus energías vitales en el juego… El resultado puede no ser muy distinto del Quijote…
Es preciso ser consciente del fin —sentido— de la propia vida para poder desenmascarar la intrascendencia de los juegos, mucho más cuando éstos saltan el marco (la “cortesía”, mejorar el trato con los demás) en que podrían estar integrados. Hacen falta señales de alarma para evitar caer en extremos enfermizos, empezando por detectar cuándo estamos disfrazando como servicio a los demás lo que sólo es satisfacción personal: es preciso evitar que el rol lúdico suplante a la misión vital.
5. Tenemos un problema
5.1. ¿Hacer un sudoku en solitario puede ser un merecido descanso o es necesariamente un acto egoísta? ¿Hacerlo entre dos convertiría en cortés relación interpersonal un día pasado por una pareja haciendo sudokus? La respuesta depende, entre otras cosas, del sujeto. ¿Quién dirá de sí mismo que no merece un descanso? Es indudable que hay malos conductores, pero son pocos los que se quitarían a sí mismos el carnet de conducir. El hombre tiene una capacidad casi infinita de autojustificación o al menos de autocompasión.
La mayoría de los juegos comerciales trata de explotar la autocompasión que cada uno de nosotros siente hacia sí mismo. De modo que, en cierto sentido, para adoptar una postura ante estos juegos debemos buscar criterio fuera de nosotros mismos, o al menos a cierta distancia de dicha autocompasión.
Con un criterio rígido, podría decirse que uno no debería concederse juegos en solitario mientras no hubiera rendido las ocho horas diarias de trabajo que debe. Un criterio práctico para los descansos dentro del trabajo puede ser el de pasarlos en compañía de otros.
La compañía de personas amigas es un seguro contra el 99% de los peligros, no sólo de los asociados al juego. Cuatro (o más) ojos ven más que dos, y las conductas imprudentes a las que nos incita el instinto (y nos invita el juego), las situaciones de las que no sabemos (o nos resulta más difícil) salir solos, se pueden casi siempre evitar con esta norma de conducta. Vale también para ir al monte o a nadar: nunca solos o tan lejos de otros que no puedan ver la situación en que nos encontramos y ayudarnos.
La persona que inmediatamente pone pegas —al menos internamente— a tal norma, la que se considera suficientemente madura como para pensar que no tiene por qué ir de la mano de otro o someterse a censuras, podría hacerse estas dos preguntas:
—¿Qué gano corriendo un riesgo innecesario?
—¿Por qué me parece más aburrido ir con otros que solo?
5.2. Me parece que la más fácil de contestar es la segunda pregunta. ¿A qué se debe que se desee jugar sólo, es decir, que resulte molesta la presencia de “los demás” en el juego?
Una posible respuesta es que se deba al deseo de huir de la propia personalidad. “Los demás” nos conocen, y ante ellos no podemos ocultar nuestra verdadera personalidad, ni por tanto “meternos de lleno” en otra personalidad.
Junto a esto puede estar implícito el deseo de llegar a un punto de exploración más allá del que alcanzaríamos de la mano de nuestros conocidos: somos capaces de arriesgar más yendo solos que con otros, como si tuviéramos más respeto a lo que perdemos si vamos en compañía que si lo perdemos yendo solos. Quizá porque en compañía da vergüenza que se vea que uno está dispuesto a perder algo, a que parezca que no se valora.
Todo esto puede suceder incluso siendo el sujeto consciente de que, para su vida real, obtendría más provecho de las cosas buenas del juego en compañía de otros que jugando solo o con una máquina. Puede ser que se dé prioridad al deseo: al dejarse arrastrar. En este caso, hay que desenmascarar esa exaltación del deseo que brilla en los juegos como si fuera inocuo, porque el juego ha eliminado el dolor. El deseo es, según el citado filósofo René Girard, la base de las sociedades meramente humanas. Pero las modas que animan a muchos a desear lo mismo, provocan la violencia cuando no es posible compartir, sino sólo repartir. Posteriormente el mito despoja de crueldad esa violencia originaria que subyace en toda sociedad. En ese contexto, el juego colabora con el mito al despojar a la realidad de violencia, o al menos al pintar la lucha como indolora y la violencia como inocua. Si no todos, al menos la mayoría de los juegos oculta que existe una forma distinta de vivir: compartir. Que, si bien es cierto que los deseos pueden enfrentarse siendo algunos aniquilados y venciendo otros, también es posible buscar el bien común, refrenando y superando con disposición al sacrificio —que procede del amor— el propio deseo. Para guiarse de esta forma, sin embargo, no bastan las modas. Hacen falta motivos.
5.3. El deseo —si no se mata— no se anula, pero se puede superar con el amor. Una vida con compromisos, y por tanto con sentido, y también con sacrificios o al menos su posibilidad, es la única alternativa válida al binomio deseo-juego.
El amor es imposible si uno no conoce lo que otro u otros han hecho por él: si no conoce su propia dignidad. Ningún juego puede ser más apasionante que responder al amor que de hecho te está esperando: no un azar, sino una misión muy concreta, que supera las fuerzas de un hombre o de una mujer, pero de la que al mismo tiempo todos somos capaces. No hay riesgo y emoción comparables al del que se juega el alma para salvarse y ayudar a otros a hacer lo propio.
Nadie puede hacer por una persona el bien que ésta es capaz de hacer en cada instante. En cambio, cualquier puede hacer en cualquier momento la misión intrascendente que ofrece un juego. Una vez decidido el destino eterno, si así se quiere pensar, existe toda una eternidad para jugar.
6. Más allá de la soledad. Compromiso y ambición
6.1. Los juegos siguen a las modas, que encauzan (más que expresan) los gustos y deseos de las mayorías. El juego no transforma nada, todo lo que puede conseguir es hacer pasar un rato agradable. Ningún juego va contra los mitos de su tiempo, al contrario, trata de reforzarlos, en “beneficio” de la estabilidad de los gobiernos, que además de pan, tratan de repartir “circo” para que los ciudadanos más activos se distraigan en actividades intrascendentes. Nadie sería capaz de imaginar que durante el nazismo se difundiera un juego consistente en salvar judíos, de igual modo que hoy difícilmente se haría popular un juego que consistiera en salvar niños del aborto. Y ambas cosas no son juego: son realidades —la primera de ellas, ya pasada— que se tratan de ocultar mientras se consideran necesarias para satisfacer los deseos sobre los que se asienta la sociedad.
Hay realidades que interpelan a todas las personas para que luchen por la justicia. Pero esa realidad fundamental —la de que la vida es lucha y exige sacrificio personal— es la que el juego trata de ocultar (o al menos mitigar). Algunos problemas reales, por tanto, no entran en los límites estrechos de la fantasía de los creadores de juegos. Los evangelizadores de América hicieron mucho más que el ideal de salvar doncellas atrapadas por dragones o villanos. Pero la naturaleza humana es débil, y precisamente en esos momentos de “grandeza” floreció la literatura fantástica que Cervantes criticaba.
La mentalidad dominante parece querernos presentar el aburrimiento como el mal absoluto que hay que combatir. Pero, como sucede con todo dolor, enfermedad o situación desagradable, puede soportarse por un motivo, y cuando éste es el servicio y amor a otra persona, es un sacrificio que vale la pena. Cristo se aburrió lo indecible en la noche que precedió a su muerte, y tuvo que ser consolado por un ángel para superar ese tedio. No se trataba de un aburrimiento sin sentido: tenía el mismo que toda su vida. Y el que lo soportara era parte de la ayuda —redención y no mero ejemplo— que quería prestar a quienes sufren para dar sentido a su vdia. Con este espíritu se dice que un cristiano que soporta el dolor completa el sacrificio de Cristo, y de igual forma que se ofrece el dolor y la soledad, puede ofrecerse el aburrimiento, y así se convierte en trascendente lo que parecía no sólo prescindible sino indeseable.
¿De qué le valen estos argumentos a un ateo? Al menos para considerar que el azar no puede ser el fin del hombre, y por tanto tampoco el origen de su vida. Lo contrario sería tanto como decir que la finalidad de la vida es el juego, todo lo más el abandonarse al deseo, y con él a la violencia: la lucha de todos contra todos. Al ateo que se aburre, más que proponerle el azar para que salga del tedio arrojándose al juego, le diría que seguramente ha buscado poco, y debe seguir buscando en lugar de encerrarse en los límites de un juego. Si Dios no existiera, la vida sería un juego de azar en el que nadie está detrás apostando. Y es difícil imaginar algo más aburrido que un juego sin jugadores.
Desde luego no parece una solución, frente a los males que puede acarrear el exceso de juegos, estigmatizarlos, aunque sólo sea en su uso solitario. Lo cierto es que cuanto más buscamos solucionar los problemas del individuo, más lo encerramos, separándolo de la realidad, y que desde luego, mientras más nos abre teóricamente a la comunicación interpersonal, la abundancia de ordenadores, internet, videoconsolas y móviles con juegos, ha hecho que muchos distraigan su atención de los fines y la centren en el instrumento: olvidamos la trascendencia para la que estamos hechos.
La sofisticación de los juegos hace que, en muchos casos, pierdan incluso la función de simulación-aprendizaje para la que sirven (incluso en uso solitario): un niño aprende probablemente más jugando con un palo en la arena, su imaginación y creatividad se desarrolla más, que con videojuegos donde cada vez la precisión con que se reproducen los personajes deja menos a la invención y toda la habilidad se reduce a un juego de pulgares.
6.2. Para terminar, voy a numerar las principales ideas que, según me parece, pueden ser útiles para navegar, con provecho, en nuestra civilización del juego. Llegado a este punto, en el que parece que tengo que sacar las conclusiones de lo dicho o dar consejos prácticos, tengo que reconocer —para quien no me conozca— que soy una persona bastante poco práctica: me resulta más difícil concretar cómo dar utilidad a unas ideas, que encontrarlas en el mundo de lo abstracto. Por eso quizá este final resulte para alguno decepcionante: eso no me preocupa. Si he logrado que se interese por el asunto, el resultado es más que suficiente. Porque si antes no se había hecho estas reflexiones, ya le he ayudado suficiente al proponérselas. Y, como de seguro será una persona más práctica que yo, la lectora o lector resolverá mejor que yo cómo “ponerles patas”.
Quizá mis consejos puedan recapitularse en no dejarse arrastrar por quienes organizan el juego como un engaño vital. Éstos cuentan con un aliado dentro de cada persona: esa bestia que hay que atar corto para que no nos arrastre adonde no queremos ir. Sería iluso pensar que basta con tener ideas claras. Cada uno puede sentir en sí mismo una doble ley, y la del instinto no se apaga. Una actividad desenfrenada resulta tanto más atractiva cuanto que no implica sufrimiento, y comenzarla resulta fácil convenciendo a la otra parte, la parte racional, de que no pasa nada por dejar sueltos los instintos, porque, a fin de cuentas, se trata de una actividad sin consecuencias: el campar a sus anchas del deseo, y a última hora el dominio de la irracionalidad sobre la racionalidad de la persona, es desde luego ya una consecuencia importante.
1) Para evitar efectos nocivos del juego, conviene sentirnos acompañados, porque es una realidad, nunca estamos solos. Además de sentirse, hacer lo posible por estar acompañado por otros mortales.
2) Valorar el trabajo que podemos hacer: ser conscientes del propio deber y de la dedicación que exige.
3) Sopesar la ayuda que podemos prestar a otros, si nos organizamos para aprovechar el tiempo libre con los demás.
4) Escarmentar en cabeza ajena y propia: a cuántos mató la curiosidad, sí, sobre todo combinada con la ociosidad.
5) Buscar y amar lo sencillo. Hay un chiste que cuenta que el cielo y el infierno son aparentemente iguales: en ellos hay personas sentadas delante de platos de arroz, y dotadas de largos palillos. La diferencia estriba en que, en el infierno, cada uno intenta alimentarse a sí mismo, y no puede, por ser los palillos muy largos. En el cielo, en cambio, cada uno alimenta a la persona que tiene enfrente en la mesa, y de esa forma además se divierten.
6) Todo tiene remedio. Incluso si estamos ya viciados de ludopatía, contar con la ayuda de los demás es siempre el camino, si no la solución: pues en las cosas humanas no hay soluciones de “borrón y cuenta nueva”.
7) No hay más receta que la lucha, permanecer despierto: un conductor de ambulancia decía que, según su experiencia, los enfermos (graves, a los que transportaba desde las casas al hospital) que sobrevivían eran los que, durante el trayecto de ambulancia, habían permanecido despiertos. Eran los que tenían voluntad de lucha.
8) Para huir del anonimato, podemos adoptar un papel, pero no despojarnos de nuestro ser personal. Mi consejo es, pues, apégate a la vida: sé tú mismo. La miseria humana existe, y negarla o hacer como que no existiera no serviría más que para azuzarla. Superarla sin ser inhumano requiere acudir al amor. ¿De quién? También de Cristo: este es el mejor recurso porque, como escribió San Pablo, la piedad es útil para todo. El deseo de conocer y amar a Dios es sana curiosidad.
Si jugar es una actividad humana, también ha de ordenarse al fin de la vida humana. Nada hay más profundo que la filiación divina. Y, al mismo tiempo, es algo sencillo: como el juego del niño que usa un palo y arena.