La Iglesia sinodal busca la justicia al modo de las democracias, no la felicidad al modo de las familias.

Cómo sobrevivir en una Iglesia sinodal – democrática En la Iglesia sinodal, la autoridad se sustituye por un equilibrio de poderes semejante a una democracia... Pero en el fondo es una dictadura


El 11 de noviembre de 1947, en un discurso parlamentario como líder de la oposición, Winston Churchill afirmó que “la democracia es la peor forma de gobierno, si exceptuamos todas las demás”. Esta sutil ironía puede servir para comprender que, aunque la democracia es la mejor forma de gobierno, no garantiza la felicidad individual.

Si nos dieran a elegir entre vivir en una familia o en una comuna, la mayor parte de nosotros elegiría vivir en familia. Y es que el amor y la búsqueda de la felicidad rige la vida en familia, aunque no sea una forma de vida democrática. En cambio, en una comuna, es decir en la sociedad en general, en el mejor de los casos se busca la justicia mediante la democracia, pero eso rara vez basta para hacernos felices.

¿Qué tiene esto que ver con el Sínodo de la Sinodalidad que acaba de concluir en la Iglesia católica? Pues que con este Sínodo, la Iglesia adopta una forma de gobierno que tiende a la democracia, lo que significa que tendremos garantizados en ella nuestros derechos, pero al mismo tiempo deja de parecerse a una familia que busque nuestra felicidad.

Eso no significa que no se pueda alcanzar la felicidad siendo católicos, ni siquiera que sea más difícil, sino que, si uno quiere encontrar en la Iglesia la familia en la que alcanzar la felicidad, deberá buscarla por sí mismo.

Voy a concretar los tres objetivos que me parece que se propuso el Sínodo sobre la Sinodalidad. El primero es difundir la mentalidad sinodal, el segundo frenar el cisma en Alemania y el tercero disolver la autoridad en la Iglesia, sustituyéndola por un reparto de poderes.

El primer objetivo, la sinodalidad entendida como esfuerzo por escuchar todas las opiniones en la Iglesia, en teoría parece haberse asentado. Para muchos, dar voz en las asambleas eclesiásticas a muchas personas de escasa formación, en lugar de a los eruditos, supone rebajar la formación de los católicos. Yo no tengo opinión al respecto. Muchas veces, pretender formar a personas poco dispuestas para recibir lecciones resulta inútil, y en cambio dejar que cada uno exprese lo que piensa, ayuda a asentar al menos algunos conocimientos, quizá menos profundos, pero que dejan más huella en la vida que las lecciones eruditas que se olvidan pronto.

En cuanto a la influencia del Sínodo sobre Alemania, probablemente sea escasa. Los que controlan la Iglesia católica en Alemania seguirán haciendo lo que les dé la gana, es decir, evolucionando hacia la herejía, aunque no hacia el cisma abierto, ya que no necesitan enfrentarse al Papa para conseguir sus objetivos.

Mirando la página web de la Conferencia Episcopal Alemana (Katholisch.de) vemos dos artículos sobre las conclusiones del Sínodo. Uno, de Regina Nagel, lo critica afirmando que no se ha avanzado en ninguno de los tres temas que exigían los llamados progresistas: ordenación de mujeres, bendición de la homosexualidad y fin del gobierno clerical en la Iglesia. Nagel es particularmente dura en dos puntos: asegura que la resistencia -97 votos en contra- frente al artículo que habla sobre la dignidad de las mujeres hará que “las mujeres ya no gasten más energías” tratando de abrirse paso en las estructuras eclesiales, ya que cuando se las invita es solo para “simular que van a participar”.

La segunda crítica dura de Nagel afirma que la Iglesia sigue siendo un sistema de poder y de doctrina abusador, y que la causa de que no cambie es que en el sínodo había culpables de abusos sexuales y espirituales: una acusación tanto más grave cuanto que no se concreta en nombres, sino que se hace en general: cualquier participante en el Sínodo es sospechoso de abusos, según Nagel.

El segundo artículo, a cargo de Ricarda Menne, publicado en Katholisch.de el 28 de octubre, no elogia el tratamiento del Sínodo sobre las cuestiones polémicas, sino que elogia que se haya reconocido la autonomía de las conferencias episcopales de cada nación y exigido que los que mandan en la Iglesia, es decir los obispos, estén obligados a dar cuenta de su gestión ante los laicos.

Si sumamos los dos artículos, no tenemos uno en contra y otro a favor del Sínodo, sino dos que solo valoran, ciertamente uno negativa y otro favorablemente, lo que del Sínodo interesa al amo que les da de comer, es decir a los obispos heréticos de Alemania. Por lo tanto, el Sínodo puede haber desanimado a algunos extremistas, como a la señora Nagel, pero no ha frenado en absoluto la deriva herética de la mayoría de los obispos alemanes.

Llegamos al tercer y más importante punto de análisis: ¿ha conseguido el Sínodo sustituir la autoridad en la Iglesia católica por un reparto de poderes? Aparentemente sí. Esa es la opinión del padre Santiago Martín, expresada en un vídeo en el que afirma que el Sínodo ha refrendado lo que se llamó “espíritu del Concilio Vaticano II”, es decir, los cambios que entonces se quisieron hacer, pero que san Pablo VI impidió. Ahora se habrían anulado los documentos oficiales del Vaticano II, cuya validez refrendaron los santos padres Juan Pablo II y Benedicto XVI, sin necesidad de que esos cambios sean reconocidos en documentos solemnes.

El cambio fundamental, en mi opinión, es negar que la Iglesia pueda ejercer una autoridad espiritual. Seguirá existiendo una jerarquía y al frente de ella un Papa. Pero ya no habrá Papas y obispos como los de antes: con autoridad, que afirmen verdades, que confirmen dogmas y enseñen a vivirlos. Un ejemplo muy concreto lo tenemos precisamente en el Documento Final del Sínodo de la Sinodalidad.

Hasta ahora, los Sínodos estaban formados solo por obispos -es decir, por personas dotadas de autoridad- que aconsejaban al Papa, y este recibía o no su consejo, publicando un documento magisterial -es decir, con enseñanzas- y con su firma. Ahora la autoridad de los miembros del Sínodo quedó diluida, porque lo mismo valía el voto de un obispo que el de un laico.

Además, el Papa ha publicado el Documento Final del Sínodo, dándole validez como magisterio ordinario de la Iglesia como si hubiera sido escrito por él. El Papa renuncia así su autoridad: como si no hubiera Papa, salvo por un pequeño aspecto: él y solo él puede dar a ese documento su carácter magisterial.

Por tanto, es como si ya no hubiera Papa, porque renuncia a enseñar, pero con el matiz de que no renuncia al ejercicio de su poder y este ejercicio sustituye a la autoridad. Si no la tiene el Papa, nadie tiene ya autoridad en la Iglesia. Para enseñar, lo mismo vale un laico que un obispo, y lo mismo vale un artículo aprobado por unanimidad que el artículo sobre la dignidad de la mujer, al que se opusieron 97 miembros del Sínodo. Pero, para demostrar que algo vale, que se puede enseñar, se necesita el ejercicio del poder papal.

Ya no existen argumentos de autoridad basados en la Sagrada Escritura o en la Tradición de la Iglesia… Todo depende de la decisión de una sola persona, el Papa. Se diría que no solo han desaparecido los documentos del Vaticano II, que no establecían ningún dogma, sino que también ha quedado en suspenso el dogma del Vaticano I, que limitaba los actos del Papa que podían considerarse infalibles. Ahora solo vale lo que decida el Papa. O eso es lo que parece.

El Sínodo ha tomado medidas democratizantes, como crear ministerios laicales, es decir, que los laicos, y particularmente las mujeres, podrán bautizar de forma ordinaria y predicar en las iglesias, incluso quizá en las misas. Además, toda autoridad, o mejor dicho todo el que tenga poder en la Iglesia deberá escuchar a los comités formados por laicos, ya sea a nivel parroquial o diocesano, y, aunque no esté obligado a seguir sus opiniones, deberá razonar su oposición si no las sigue.

En resumen, la autoridad desaparece en la Iglesia, o al menos queda desvinculada del poder. Faltando una autoridad, hay que delimitar los derechos y deberes repartiendo el poder. Esto tiene, en mi opinión, un punto flaco y una pega. El punto flaco es no es auténtica democracia, sino una graciosa donación, que siempre dependerá de lo que decida el Papa. No deja de ser una concentración de poder, dicho abiertamente, una dictadura.

La pega es que la democracia está muy bien, pero vivirla no agota el objeto de la Iglesia, que debe ofrecer la felicidad plena que solo se logra mediante la unión con Cristo, fundamentalmente a través de los sacramentos, y eso requiere ejercer la autoridad.

Afortunadamente, por mucho que la Iglesia católica se esfuerce en ser una sociedad humana en busca de justicia y equilibrio de poderes, no dejará de cumplirse en ella lo que dice el artículo 8 de la Constitución Dogmática Lumen Gentium del Vaticano II: que en ella -por cierto, “gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él”, nada se dice de los comités sinodales-, repito: en ella “subsiste la única Iglesia de Jesucristo”.

Sobrevivir, subsistir, uniendo nuestras almas a la de Cristo es un esfuerzo personal que solo se ve compensado si encuentra la respuesta desinteresada, pero dotada de autoridad, que encontramos en una familia, donde uno puede confiar y recibir confianza. La autoridad espiritual, tan denigrada en nuestros días, seguirá subsistiendo en la Iglesia, estrechamente unida a la vida sacramental, y cada cual tendrá que encontrarla. Deseándoles éxito en esta búsqueda, se despide afectuosamente de ustedes y les agradece que sigan el canal Centroeuropa, Santiago Mata.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.